miércoles, 4 de abril de 2012

Decidir.

Se conocieron cuando la luna no alumbraba y el sol enfriaba, decidieron verse el día que las estrellas no brillen y la marea no sea alta; pautaron que conversarían el día que aquella vecina dejara de cantar a los gritos, y que los perros hablaran en alemán. Confiaron en que pronto todo eso sucedería, y si así era, no había más señales que esperar, era el día, el momento adecuado, el futuro hecho presente esperando ansioso por el reencuentro, por presenciar la magia de las miradas y la fe de los deseos que pronto se cumplirían.
Esperaron sentados, lejos, cerca, enfrentados y de espaldas, la necesidad de hablar superaba todo lo inesperado. Las ganas de examinar una vez más cada expresión, cada palabra.
El destino rió por un tiempo, se burlo de sus sueños, sus esperanzas, las ganas de ser feliz. 
Hasta que uno de ellos se levantó, cambió de posición; como era normal, de forma inesperada camino hacía su mitad, su sentido, su intensión. 
Ante la tormenta que sabía que desataría, decidió buscar su piloto amarillo, sus botas, un paraguas y el corazón. 
Tomo el atajo, el que siempre tiene alguna piedra en el camino, pero había juntado tantas fuerzas en el tiempo de espera que simplemente los salto con valentía. Ni los notó. 
La tempestad se tornaba cada vez más fuerte, así como también los gritos no le permitían concentrarse, esas voces que la mayoría de las veces están para ensordecer hasta al más fino músico; esta vez, hizo caso omiso y siguió con su camino. Cuando la decisión es fuerte, no hay lluvia que apague el fuego, no hay viento que sople ningún barco a la orilla y menos una alarma encendida. 
Se miraron a los ojos, sonrieron y los cerraron con fuerzas. 
Ambos vieron un cielo oscuro, sin estrellas. Junto a un mar casi sin agua, el silencio esperado, y como si fuera poco un animal que ladraba en un idioma extraño. Se fueron. Juntos.